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Septiembre (II)

Decido pensar solo en conducir. Gira a la derecha, sube, pita en la curva, pon el intermitente. Tardo menos de lo esperado en llegar y, una vez aparco, enfilo por la acera hasta la puerta de urgencias. Podría describir lo que siento al cruzar la puerta como pérdida; pérdida de la mochila que llevaba a la espalda hasta ese momento; pérdida de la calma que intentaba aparentar; pérdida de ese nudo en la garganta que me permitía seguir. Rompo a llorar. Enrique y Conchi esperan junto al policía y me secan las lágrimas, que no paran de salir. La opresión en el pecho es tan agobiante que creo que me voy a desmayar y, en cierto modo, desearía hacerlo. Perder el conocimiento, despertar en otro lugar, que todo hubiera pasado.


Lo más extraño es que durante todo ese rato no pienso en mi hermana, pienso en él. Me imagino el momento en el que la sangre comenzó a brotar y no alcanzo a entender las razones que le hicieron caminar tranquilamente hacia la puerta y volver a entrar en casa. Sangre fría, pienso enseguida, pero no es suficiente, es más que eso. Es una total y absoluta indiferencia hacia lo que sienta su todavía mujer, una despreocupación total sobre los daños que puede causar ese puñetazo en la vida de esos niños. La gente suele decir que si estás borracho no sabes lo que haces, pero yo creo firmemente que el alcohol no es más que el escudo protector ante las consecuencias de los hechos. No hay excusa, no hay perdón.



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