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Septiembre

Siempre me ocurre. Cuando siento tanta ira no me salen las lágrimas. Aparece un nudo en mi garganta que no me permite hacer nada, ni siquiera derrumbarme. A veces, cuando creo que soy una persona débil, recuerdo ese nudo y pienso que es el mecanismo que mi cuerpo activa para no dejarme caer. Puede que yo me crea débil, pero mi mente se sabe fuerte.


A duras penas aparco y salgo corriendo del coche. Cuando llamo al timbre las palabras salen de mi boca, pero tengo la sensación de que no las estoy pronunciando yo. Es extraño, pero siento que no estoy viviendo esto, que no es real, que soy una mera espectadora. Ojalá.

La película que veo no puede ser más aterradora. Entro en el portal y a mi izquierda encuentro dos ascensores. Aprieto el botón del más cercano a mí y, sin embargo, se abre el otro. Rezaría, si creyera en algo, para poder volver el tiempo atrás y no haber entrado nunca en ese ascensor. Me falta el aire, noto como si alguien hubiera metido la mano por mi garganta e intentase cubrir todo el espacio, sin dejar una mínima entrada para el oxígeno. Todo está salpicado, todo es de un color rojo intenso, vivo, como si fuera una luz de alerta para mí. Rojo, peligro, escapa. Hay dos razones por las que no puedo escapar, por las que evito desmayarme, dos razones que están esperando que alguien les vaya a salvar, que alguien les saque de ese infierno. No logro imaginar qué puede estar pensando un niño de seis años cuando ha visto a su padre lanzar un puñetazo a la cara de su madre y está solo, sin ningún ser querido al que aferrarse. Los nervios pueden conmigo, me he repetido todo el camino las instrucciones recibidas pero vuelvo a subir al séptimo, como siempre. Como todas aquellas veces que he ido a cuidarles, a buscarles, a contemplar sus sonrisas llenas de vida.


Bajo de nuevo al piso en el que debía haberme detenido y, por primera vez desde que salí de casa, me siento fuerte. Supongo que de alguna manera mi cerebro me hace saber que debo ser fuerte por ellos; que mis brazos han de responder. Me abren la puerta y les veo, jugando, ajenos al huracán que está intentando tumbar sus vidas, nuestras vidas. Nunca olvidaré la sonrisa amable de aquella vecina que me mira como si fuera una hija, intenta tranquilizarme porque sé que puede ver a través de mis ojos, sé que puede leer mi mente. Tropiezo con varios objetos, juguetes, sillas… pero no me permito tambalearme y en lugar de llorar, sonrío. Respiro hondo y les abrazo. Les abrazo como no había hecho nunca; como si todo el calor que llevase dentro pudiese salir a través de las manos y calentarles el alma.



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